Las 23:37 marcaba el reloj, por
lo que calculaba que el chofer estaría saliendo de la casilla de la compañía
saboreando el último mate de la noche para subirse a su coche y así iniciar el
recorrido.
A esta hora no hay mucho tráfico
en la calle. Solo queda la mugre del trajín diario y el frío que por esta hora
azota la ciudad.
Calculando la distancia a la que
me encuentro de la estación, la cantidad de semáforos que se interponen en el
trayecto del bus, sabiendo que los de la avenida están todos sincronizados,
estimo que mi objetivo se aproximará en unos 47 minutos.
Lo difícil en estos casos es
saber cómo manejar la ansiedad durante este tiempo de espera. Fumar un pucho y
no pensar en el destino ayudan a mantener la calma. El dolor y la violencia
vivida ya me hacen saber de memoria cuales son los pasos a seguir.
A mi alrededor no hay nadie. La
noche está muy cruel como para que las personas aún sigan en la calle, como
para que alguien se encuentre cerca de mí.
Es a esta hora donde las
criaturas desamparadas de todo dios se apoderan de la ciudad. Buscan calor en
el horror ajeno, en el culo de una botella de alcohol, en sabanas podridas y
fogatas de lamentos, Padecen el frío, el hambre sin ser recordados por nadie.
Intento no dejarme llevar por mis
sentimientos. Se con firmeza que debo mantener mi sangre y mis cabeza fría como
la hoja de mi navaja para que esta no conozca el calor de otros cuerpos.
Durante la espera todo se
mantiene en una cierta calma. Se detiene el tiempo y logro alejarme aunque sea
por unos minutos de la realidad en la que estoy metido. Disfruto de eso.
Pasa una 4 x 4 en frente de mi
cara y aprieto mi navaja por el dolor que esto me produce. Los miro pero no me
ven, soy invisible para sus ojos. Sus vidas son tan lejanas a la mía,
represento para ellos una posible amenaza. El semáforo cambia la luz y se
marchan, nada cambia.
Cada vez falta menos para que el
bondi se aproxime. Me prendo otro cigarrillo mientras se aleja la camioneta por
la avenida.
Volteo mi cabeza hacia la
dirección contraria que tomó la camioneta y veo a una mujer que se acerca a la
parada. Rápidamente pienso que esto podría ser una complicación para los planes
que tenía. Me pongo en alerta, examino a la mujer con mi mirada. Me pide fuego,
se lo doy y me tira el humo en la cara.
Tenía estatura media, pelo
castaño y unos ojos color café intenso. Ella se quedo ahí sin decir nada. Solo
fumaba a unos metros míos con la mirada perdida. Pensé que era una puta, buscando
que cayera en su lista de clientes. No me quedó otra alternativa que correrla
rápido de la parada, no me importaba nada de ella mientras se fuera. Tiré mi
cigarrillo y con la última bocanada de humo le grite se que se rajara a la
mierda.
Ella me miro con una cara
extrañada. Hasta por un momento no sé porque pensé que se largaba a llorar. Sus
ojos me transmitieron una sensación extraña, reflejaba en su mirada una cierta
ternura. Pero en este momento no estaba como para que me invadiera cualquier
tipo de sentimientos. Le volví a gritar: ¡rájate de acá, no etendes piba!
La chica no dijo nada y se fue
corriendo por la avenida hacia el centro.
Fue una escena muy extraña. Me
quedé esperando el bus tenso y preocupado pensando que esto podría arruinar mis
planes, la espera ya se me estaba haciendo eterna.
Pensé en fumar otro cigarrillo
pero ya no quedaba tiempo porque el ómnibus apareció doblando la esquina. Salgo
de la sombra, me arrimo al cordón, espero que se acerque a dos metros de
distancia y le hago una seña para que
pare. Se detiene. Subo al mismo tiempo que subo mi pañuelo que abriga mi cuello
y ahora me sirve para cuidar mi identidad en lo que dura un parpadeo. Al tercer
escalón sacó mi navaja que instalo de primera en el cuello del chofer.
Mi intención no es hacerle daño,
solo causarle un impacto tal que genere pánico. Un miedo profundo que lo deje
sin intenciones de moverse o que mínimamente se mueva para entregarme el
dinero.
La navaja luce en su esplendor
apretada contra el cuello pero sin cortarlo. Brillante e inofensiva, entregada
al pulso del que la sostiene.
Le grito: ¡Dame toda la guita o
te corto el cuello!
El chofer pálido como un muerto
en vida intenta decirme algo. Le vuelvo a gritar ya sin importarme llamar la
atención de los pocos pasajeros que quedan. Manoteo unas pocas monedas y
billetes sueltos que estaban al lado de la máquina de boletos. Lo miro
detenidamente a los ojos y me dice que no tiene plata. Esta respuesta no es la
que esperaba, en mi cabeza se genera la pregunta sobre la necesidad del chofer
de arriesgarse de esa forma tan innecesaria en una situación como la que estaba
viviendo. No comprendía la posición del chofer, nos ponía en riesgo tanto a él
como a mí. Tuve que apelar a la última opción de apretar el filo de la navaja
contra su cuello para que sintiera el frío de la noche y entendiera que yo no
estaba jugando.
Volví a gritarle más amenazante:
¡Dale gordo porque te abro al medio y te desangras acá sentado!
El chofer al sentir el ardor
hiriente de mi arma cambio de parecer. De un manotazo desesperado agarro un
fangote de guita y me lo dio. Podía sentir como mis ojos se agrandaban al ver
ese botín, es más creo que en esos momentos esbozo una pequeña sonrisa.
Con la misma mano que agarró la
guita se apretó el cuello cuando aleje mi navaja. Bajé corriendo los escalones
para volverme a perder en la noche mientras que al gordo todavía le quedaba
ganas de amenazarme: ¡Ya vas a ver pendejo hijo de puta, esta me la voy a
cobrar!
Baje corriendo del bus, y lo hice
durante varias cuadras. Corrí lo más que puede, corrí queriendo dejar atrás lo
que había pasado, corrí con una extraña sensación sobre mis hombros, corrí
mientras me secaba una lágrima.