martes, 26 de abril de 2011

Tarde de domingo.

Pensar en los domingos es recordar distintos momentos de mi infancia. Los domingos son esos días atípicos del calendario, para algunos es el principio de la semana pero para mí eran el último día ya que el lunes volvían las obligaciones tales como ir a la escuela o al ingles particular. Teníamos como costumbre almorzar en la casa de mis abuelos paternos y eso a veces se transformaba en una disputa entre mis padres. Llegado el mediodía nos íbamos en el taxi a una casita situada en el medio del barrio Nuevo Paris.
La secuencia al llegar domingo tras domingo era la misma, mi madre ayudaba a los abuelos con la comida y cuando ya estaba todo medianamente organizado iba junto con mi hermana la a feria para hacer las compras de frutas y verduras semanales. Con mi padre también íbamos a la feria pero a otra parte, bajábamos unas cuadras y las calles se vestían de fierros y “cambalaches”, mi padre se refería de esa forma a todo lo que allí vendían. Las procedencias de fierros, herramientas, baterías de cocina, revistas y ropa al igual que las caras de los que las vendían eran desconocidas. Los vendedores se mimetizaban con las fachadas de las casa a esa altura del barrio ya curtidas por el hambre  y los inviernos. Yo observaba todo lo que allí acontecía no solo lo que se vendía. Era un lugar en el cual me gustaba ir y estar, mezclándome entre gente desconocida que tenia por lugar común la feria. Le señalaba a mi padre las cosas que me interesaban y a veces le pedía que me las comprara. Escuchaba con atención los diálogos que tenía con los vendedores, era un claro ejemplo de cómo regatear un precio cuando  consideraba que no tenía el valor que el vendedor le  asignaba, mi padre era bueno en eso.
 Al regreso de la feria comíamos las delicias que cocinaba mi abuela y nos quedábamos en la casa lo que duraba la digestión. Antes de irnos mi padre me hizo buscar lombrices en el patio de mis abuelos y yo como todo niño curioso las fui seleccionando una por una y  cuando las tenía en mi mano amenazaba con ponérselas en el pelo a mi hermana.
Para esa tarde mis padres tenían preparada una sorpresa, habían guardado en el auto cañas de pescar sin que con mi hermana las viéramos, lo que esa significaba una sola cosa: ir de paseo.
Despedimos a mis abuelos con besos en ambas mejillas siguiendo su tradición gallega y nos dirigimos hacia la Barra de Santa Lucia mientras en la radio se escuchaba el relato de algún partido.
A esa hora del día el sol aun seguía dando destellos de calor, nos brindaba la posibilidad de estar un par de horas antes de que refrescara junto al río. Llegados a la Barra, bajamos hacia los muelles y avanzamos entre la gente que pescaba hasta la punta del mismo para adéntranos más en el río. Mi madre se había quedado junto al auto tomando mates y nos miraba desde ahí. Mi padre llevaba todos los elementos para la pesca mientras no guiaba para que con mi hermana no cayéramos al río. En el recorrido por el muelle pudimos ver que a los otros pescadores no le estaba yendo muy bien con la pesca, baldes vacíos, y comentarios de la mala racha que tenían nos hizo pensar que sería una tarde difícil. Sin perder las esperanza nos sentamos, repartimos las cañas, arrojamos trozos de pan al río como para avisarles a los peces que habíamos llegados y las primeras líneas que tiramos se iban hundiendo de a poco. Los tres primeros intentos entre risas y gritos fueron fallidos, no pescamos nada. Cambiamos la carnada porque las lombrices estaban quedando transparentes de tanta agua. Con mi hermana jugábamos a elegir con que bote nos gustaría pasear por el río, la pesca iba quedando de lado. Fue justo en el instante antes de que el aburrimiento captara  nuestra atención por completo que mi padre dijo con tono de convicción –es ahora que sacaremos todos los peces del río-. Para que esto sucediera nos revelo el secreto de pescar a la boyita, con eso también echo por tierra mi sugerencia de pescar con ril. Él decía que pescar a la boyita era un arte manual, y que como todo arte uno debía poner pasión en lo que hacía. Una suma de concentración, dedicación y esperanzas puestas en una bolla que flotaba sobre el río, que al menor indició de hundimiento debíamos relajar la muñeca para que cuando el pez se llevara la bolla hacía el fondo con un simple pero seguro movimiento de muñeca desde abajo hacia arriba lo hiciéramos saltar del río. Siguiendo el consejo de m padre fue como la pesca en la tarde cambió, con mi hermana no lo podíamos creer porque de los cinco nuevos intentos todos ellos fueron acertados y los pescados. Mi madre se acerco hasta el muelle y vio cuantos peces teníamos en el balde. Nos pregunto qué haríamos con ellos, mi hermana quería devolverlos, mi padre sugirió fritarlos a la marinera. A mí no me importaba lo que después de esa tarde sucediera con los pescados, yo estaba contento con haberlos pescados. Juntamos nuestras cosas mientras el sol se iba, en el viaje de vuelta me fui recordando las palabras de mi padre hasta quedarme dormido junto a la ventanilla. 

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